Aquí p’allá hay una cueva que llaman la Cueva los Moros, que allí hay una fuente dentro –que yo tuve dentro– y decían que tenían una masera –yo no la conocí, pero iba uno que la conoció–, una masera hecha de barro.
Y el manantial ta allí tovía –o tará–, ya que al final que había un pozo de agua, y al final de la cueva que había una masera* de oro y otra de veneno, fáciles de abrir y difíciles de encontrar. Porque había en Madrid [unos libros] que llamaban gacetas, que explicaban… Y una vez vino un señor que taba casáu aquí, y trabajaba en Norteamérica, na marina, en un barco, y siempre que venía aquí a España, venía hasta aquí, que tenía la mujer aquí ya dos fíos. Ya una vez trajo una gaceta, ya díjome a mí que teníamos que ir allá. Fuimos cuatro: uno que ya tuviera dentro más veces, ya los otros tres nada. Llevábamos candiles de carburo, y fuimos y fuimos y apagábansenos los candiles, pero llevábamos dos lámparas, dos focos –que ya existían, tendría yo trece años o así–, ya llegamos a un sitio, ya dijo el que conocía:
– ¡Ahora mucho cuidáu, que ta ahí el pozo!
Porque decían que el que caía p’allí que iba a salir a mucho más abajo a una fuente que había; pero bueno, eso eran rumores de la gente. Allegamos al pozo, ya bajé yo el primero, y yo tuve mirando, mirando, ya conocíase en el lateral de la peña de cuando taba más alto y cuando taba más fonda el agua, pero caían de arriba gotas de augua, ya según caía la gota, sonaba ¡bouuum! Coño, parecía que entraba miedo. Ya llevabamos una vara d’estas de secudir los nogales o las castañas, pa ver la profundidad. Y empezamos [a medir] ahí en el pozo… tendría a lo mejor dos cuartas de agua o así, no había tal…, y allí terminaba la cueva, que decían que los moros que tenían allí una pasarela con unas cadenas y unos tablones, pero las maseras de oro y veneno no aparecieron.