Hace muchísimos años, antes de que existiese el acueducto, los segovianos debían recorrer un largo trecho fuera de la ciudad para recoger el agua que precisaban en su vida diaria. Algunos, si las necesidades de la casa eran grandes, se veían obligados a hacer más de un viaje. Esto le sucedía a una muchacha, aunque ya no se conoce si sus obligaciones provenían de su trabjo en la servidumbre de algún señor o de la pertenencia a una familia con muchos miembros. Mas lo cierto es que, cargado con sus cántaros, la muchacha descendía hasta las fuentes y volvía a subir la empinada cuesta varias veces cada día.
El trabajo le resultaba muy enfadoso, y la muchacha lo sentía como la más intolerable de las tareas que pudiera imaginar. En cierta ocasión en que lo caluroso del día hacía más duros los esfuerzos de su caminata, la muchacha lanzó una desesperada exclamación, dirigida a su propia desdicha, asegurando que daría cualquier cosa por tener el agua a la puerta de casa y evitar aquel penoso deber que la sujetaba como un castigo.
En aquel momento, la muchacha sintió una vocecita que la llamaba, y pudo ver que en el camino, detrás de ella, había una niña. La muchacha, malhumorada, le preguntó a la niña qué quería, y la niñita repuso si era verdad que daría cualquier cosa por conseguir que el agua llegase hasta la puerta de su casa y le ahorrase aquella tarea que tanto aborrecía. La muchacha aseguró que sí, pero que desgraciadamente no tenía nada que dar, pero la niñita le recordó que tenía una riqueza, aunque no pudiese verla ni tocarla, que era su alma. La muchacha había apoyado los cántaros en el suelo y se secaba el sudor, perpleja, y la niñita le preguntó si daría el alma. La muchacha se echó a reír y repuso que naturalmente que la daría, porque no le servía de nada, aunque se preguntaba quién iba a querer su alma a cambio de llevar el agua hasta su casa.
En aquel momento, la niñita se desvaneció y en su lugar apareció un señor moreno, con la barba recortada, vestido de negro, muy elegante, que con hermosa voz quiso saber si era cierto que estaba dispuesta a concertar aquel cambio. La admiración de la muchacha ante la prodigiosa transformación no le hizo olvidar su propósito, y contestó que su decisión era firme. Entonces el señor moreno le aseguró que él estaba interesado en su alma y que a cambio de ella se ocuparía de que el agua llegase hasta la puerta de su casa para evitarle el cansado acarreo de los cántaros.
La muchacha no acababa de creer en su buena suerte, pero sintió también una inquietud repentina, por lo que añadió que, en cualquier caso, para que el acuerdo se cumpliese, el agua debía estar en el lugar pactado antes de que cantasen los gallos de la siguiente jornada, porque no podía resistir aquel trabajo ni un solo día más. Lo breve del plazo no deszaonó a su interlocutor, que extendió su mano derecha, buscando la de la muchacha, y aseguró que el trato, el alma de ella a cambio de que la fuente manase a la puerta de su casa antes del alba del día siguiente, quedaba cerrado. La muchacha, al apretar la mano del hombre, sintió un frío sobrenatural. Y el hombre desapareció.
La muchacha cargó otra vez con los cántaros y siguió su camino cuesta arriba, imaginando que el suceso había sido solo una fantasía surgida en el acaloramiento de la hora y del estío. No volvió a acordarse de ello en todo el día. Pero aquella noche se desató sobre Segovia una tormenta nunca vista antes, con incesante retumbar de truenos y un relumbre de relámpagos tan contínuo que la noche tenía el brillo del día. La muchacha despertó asustada y pronto comprendió que todos los demás dormían, inmovilizados por un sueño extraño. Salió de la casa y percibió que toda la ciudad parecía sumida en el mismo sueño, incapaz de sentir la violencia de aquella tormenta salvaje e inusitada.
Entonces, en la vaguada que separa el monte del cerro sobre el que se asienta la ciudad, a la iluminación fulgurante de los rayos, la muchacha pudo ver la figura del señor que había concertado con ella el peculiar trueque. La figura no era ya elegante, sino terrible. Envuelta en una gran llamarada rojiza, volaba por los aires transportando enormes piedras y dejándolas sobre el suelo, para formar un alineamiento gigantesco.
La figura llameante descubrió a la muchacha que la contemplaba y lanzó una carcajada qie resonó con más fuerza que los propios truenos. La muchacha comprendió que aquel ser era el Diablo, y que su alma debía ser muy valiosa, si a cambio de ella el Diablo levantaba una construcción como la que anunciaban aquellos sillares que iban formando los cimientos.
La muchacha regresó a su lecho llena de miedo, acongojada por el arrepentimiento, deseosa de no haber establecido su pacto, de seguir obligada a su cansada tarea diaria, pero conservando en su interior para ella sola, aquella sustancia invisible, impalpable, que el Diablo tenía en tanta estima. Algunos narradores dicen que entonces se le apareció un ángel para confirmar su contrición, otros se conforman con relatar las oraciones con que la muchacha declaró sinceramente su arrepentimiento, pidiendo a Dios que el pacto no pudiese cumplirse.
Parece que, recibida la súplica en los cielos hubo mucho revuelo, pero no parecía fácil salvar aquella alma, visto el denuedo con que el Diablo estaba trabajando en la construcción de su obra y las muchas horas que quedaban aún hasta el alba. Lo sorprendente del caso es que el Diablo debió de considerar también que no tenía porqué trabajar con tanta prisa. Quién sabe si Dios lo tentó. El hecho es que empezó a ir más despacio, seguro de que le sobraba el tiempo, y se dedicó entre acarreo y acarreo de sillares a detenerse en ciertos sitios, a visitar a algunos amigos, a crear discordias en distintos lugares del mundo.
Pasó la noche. Los cálculos del Diablo eran precisos y sabía que quedaba aún una hora hasta el alba y solamente una piedra por colocar para que su obra estuviese concluida y el alma de la incauta aguadora pasase a su poder. Mas las potencias celestiales habían resuelto salvar a la muchacha. Fue solamente un minúsculo ajuste en los mecanismos que hacen fluir y expandirse las galaxias, moverse las constelaciones y rotar los sistemas astrales, pero suficiente para que el giro de nuestro planeta adelantase una hora la llegada a Segovia de la luz del sol. Y cuando el Diablo se disponía a buscar la última piedra, los gallos cantaron, dejándolo primero atónito y luego furioso al saberse burlado. La luz del sol iluminó enseguida a las arcadas monumentales del acueducto, que siguen en pie después de tantos siglos, manifestando el poder del Diablo y el poder de Dios.