Cuenta la leyenda que en cierta ocasión se secó la fuente que suministraba el agua a Cella. No se sabe si fue por destrucción del acueducto romano o por qué motivo.
Lo cierto es que, los templarios que andaban desesperados buscando agua, descubrieron un documento en el que se detallaba que en el ángulo occidental del llano y en el mismo camino, había una fuente en forma de tinaja, a la cual solo había que quitarle la piedra que la tapaba para encontrar agua a los siete codos de profundidad. Así lo hicieron, siguieron fielmente las instrucciones y dieron con la famosa fuente que todavía hoy sigue siendo el mayor pozo artesiano de Europa.
Otra leyenda sobre la misma fuente cuenta que: En la época de Don Alfonso, cuando se intentaba la conquista de la noble Teruel, una joven recién desposada vio partir a su amado camino de esforzadas batallas. Eso esperaba un viejo, avaro y envidioso, quien no perdió ocasión para requerirla de amores. Trataba la doncella de no cruzarse con el avaro, más una mañana el destino quiso que los dos sólos se encontraran. El desprecio de la joven no pudo soportarlo el viejo quien, en un arrebato, arrojó el bello cuerpo contra las rocas. La inocente sangre tiñó de rojo la piedra, y una sombra cubrió el despertar del amado. Acuciado por el desasosiego, abandonó su lugar en la batalla y cabalgó hasta conocer su triste desdicha. Aún caliente el cuerpo de su amada bajo la tierra, espada en mano y a la vista de la muralla, fuera de la que corría asustado el malvado avaro, el caballero quiso hacer justicia, sangre por sangre que el oro no detuvo. Pues, en efecto, trató el avaro de aplacar con riquezas la sed de venganza, y a puñados ante el desnudo hierro las ofrecía, pero no sirvió de nada. La justa ira se desbordó, y el doliente amado atravesó con su espada aquel corazón, seco ya por los años y la maldad. Yació el cadáver y el sudario fue el mismo oro ofrecido. Hubo quien quiso aprovechar tanta desdicha en beneficio propio, pero las monedas malditas ardían en las manos de los que osaban arrebatarlas. Decidió el pueblo santificarlas construyendo un templo al santo del lugar, pero extraños sucesos lo impidieron. Las piedras colocadas durante el día, eran derribadas durante la noche, por la furia del espantoso espectro del viejo avaro. Al tercer día, un peregrino acertó a pasar por aquellos campos de sangre, y al oir el relato de lo acaecido, sentenció:
“Sólo el agua bendita puede servir de argamasa para estas piedras regadas con el líquido de la venganza y la condenación. Hagan lo que les digo, y el Todopoderoso les devolverá cien gotas de agua por cada una. Mas no olviden quién es el Supremo Arquitecto. Aléjense de El, y el agua traerá la enfermedad; olvídense de El, y el manantial se convertirá en fuente de terribles plagas. Y sobre todo, no ose nadie tocar el oro, pues es éste el origen de todo el mal”.
Dichas tan sabias palabras, alejose el peregrino. Acudió presto el Mosen a bendecir agua y la obra fue terminada antes de ponerse el sol. Todos volvieron a sus casas, cerraron postigos y atrancaron puertas, temiendo la respuesta del espectro. La noche vino sin luna. Un ruido como de trueno anunció la ira del fantasma quien, por mucho que lo intentó, no logró ni llegar al atrio. Presa de infernal desesperación, agachose el espíritu por sus monedas despreciadas, cuando un rayo descendió de los cielos y devolvió aquella alma al abismo del que nunca debió haber salido.
Dicen las gentes del lugar que del profundo agujero que en la tierra hizo el rayo, brotaron las aguas, y diose en llamar el sitio la Fuente de Cella. De ella riegan los campos y huertas desde entonces.