En la colina de Lluera aún está en pie y habitado el viejo palacio o torre desde cuyos ventanales se divisa claramente la ermita de la Virgen y su fuente.
Hace ya muchos años vivieron aquí unos Condes a los que la Virgen, por especial favor, les concedió un hijo después de esperarlo largo tiempo. Cada año, en agradecimiento a Nuestra Señora, regresaban de lejanas tierras, como las golondrinas, a celebrar "La Luz de Mayo" y a disfrutar parte del verano.
En torno al caserón, diseminadas por las laderas del monte, algunos caseríos de mísera estructura al estilo feudal daban albergue a los siervos que cuidaban de la hacienda de los Condes. En uno de ellos vivía un matrimonio cuya hija subía con frecuencia a la colina a dejar a los pies de Nuestra Señora de Luera la guirnalda de flores que había entretejido con primor en los días rumorosos del mes de mayo mientras cuidaba las ovejas. Era una pastora digna de que la Virgen María cualquier tarde le hablara desde una encina. No fue así.
Un día, mientras estaba bebiendo de bruces en la fuente, que aún hoy mana no lejos de la ermita, sintió cómo unos ojos la miraban. Antes de elevar los suyos, pudo ver un instante reflejada en el agua la figura apuesta de un joven, el hijo de los Condes, y que ella, por un momento, se imaginó el príncipe azul tan esperado. Ambos se miraron tiernamente y el amor llegó puntual a su cita. Cada tarde la fuente fue testigo fiel de mil y una promesas. La Condesa observaba desde las ventanas de la Torre de Lluera con preocupación, más de linaje que de madre, las idas y venidas de su hijo a la fuente, los cada vez más reiterados encuentros y el cariz que iba tomando aquella disparatada amistad.
"Esperaremos al mes de agosto o a setiembre - le decía la Condesa al Conde -. No debemos infundir sospechas. Nuestra marcha, a finales del verano, pondrá fin a este ridículo idilio. ¡Estaría bueno! ¡Nuestro hijo casado con una vulgar desarrapada...!"
Aquel año, nadie supo por qué los Condes se fueron mucho antes de que se acabara agosto, apenas pasada la fiesta. Los dos enamorados lloraron de tristeza y se juraron eternas promesas de fidelidad y amor. El día de la despedida fue especialmente esperado y preparado. Se citaron, no junto a la fuente, sino junto a la ermita, donde ya alguna otra vez se habían visto. Allí se coronaron de besos y promesas, casándose ante Dios y ante los muros, testigos: todas las estrellas. Y allí se prometieron una vez más eterno amor. El hijo del Conde arrancó la medalla que llevaba al cuello con su título e iniciales y se la dio a la joven: "Aquí tienes las arras. Guárdalas como un recuerdo". Pasó el tiempo y llegó de nuevo mayo. Los Condes no llegaban. Ni tampoco en junio. Un buen día la pastora desapareció del caserío y cercanías. Nadie supo más de ella por más que padres y allegados la buscaron por montes y barrancas.
¿Qué había sucedido? Cuando al cabo de un tiempo supo que iba a tener un hijo, temerosa del castigo de su padre, fiel servidor del señor de Luera, y queriendo evitar el desprestigio del Conde y de su hijo, ante la carencia absoluta de noticias de quien juró amarla siempre y regresar de nuevo, huyó de casa una noche.
Dicen que anduvo, anduvo, hasta llegar el día. Medio muerta de agotamiento se hospedó en casa de una buena mujer, muriendo allí al poco tiempo, no sin antes haber colgado la medalla al cuello del pequeño y haber dado alguna explicación a aquella mujer bondadosa. El niño creció sano y robusto, ayudando en las faenas del campo a su protectora. Cuando al fin del verano regresaron los Condes a cumplir su promesa, el hijo en vano interrogó a todos los labriegos del lugar y cercanías. Nadie sabía nada o no querían saberlo por miedo al Conde.
Pasaron muchos años. Una mañana por el camino de la ermita subía un joven aldeano. También él tenía una promesa que cumplir, hecha por su madre antes de morir: "si logro este hijo mío, lo llevaré en promesa a la ermita de Nuestra Señora de Lluera". Él tomó sobre sí el compromiso. Cuando llegó a la ermita, rendido de cansancio y sediento, se acercó a la fuente para apagar la sed. Una gaita inundaba el valle con su monótona música entre "ijujús" y asturianadas. Cerca de la ladera norte los jóvenes rompían contra el suelo o monte abajo cazuelas de barro negro después de tomar la leche presa que en ellas se vendía, como un rito ancestral. "¡Cada pedazo, un beso ! ¡Cada pedazo, un beso !...",se oía gritar entre el lógico regocijo de los protagonistas. Algunos romeros se habían ya sentado cerca de la fuente bajo los viejos robles que brindaban su sombra secular. El joven se arrodilló y bebió de bruces aquel agua que manaba clara y mansa. Cuando trató de izarse, la medalla cayó sobre la fuente. Uno de los presentes la vio brillar, miró fijamente al joven y, como movido por un resorte, se abalanzó hasta el agua y tomó entre sus manos aquel trozo de metal precioso aún pendiente del cuello. Era el hijo del Conde que cada día, en vano, se acercaba a la ermita y a la fuente, esperando volver a ver de nuevo cualquier día a la pastora.
Un grito incontenible se escapó de sus labios: "¡Hijo mío!.
El joven aldeano se dio cuenta, al punto, de quien era aquel hombre, y sin dar crédito a su corazón, abrazándose el Conde, no pudo menos que exclamar:"¡Padre mío!"
Los dos quedaron largo tiempo abrazados en medio del oleaje inmenso de recuerdos y lágrimas, de sollozos y alegría. Hubo que arreglar algún papel y cambiar unos apellidos. Se dieron algunas explicaciones, las imprescindibles.
A partir de aquel día, el joven peregrino, que llegó a cumplir una promesa, fue el heredero de todo aquel Condado de Luera.
Desde entonces las jóvenes del lugar, cuando llega "La Luz de Mayo", se acercan antes de amanecer al manantial y beben, beben agua milagrosa y clara de bruces sobre la fuente. Porque hay una copla que dice:
"Hay una fuente en La Luz
que nace al pie de un carbayo,
quien bebe en "La Luz de agosto"
se casará en "la de mayo"