Cuentan que en un adusto caserón junto a la orilla del río vivía una hermosa y sencilla joven, amante y creyente, siendo querida y admirada por todo el vecindario del lugar barakaldés de Santa Águeda.
En el lado opuesto del río, residía un apuesto y sencillo muchacho del que se prendó la bella barakaldesa. Eran frecuentes las visitas que se hacían, siendo preciso para ello vadear el río de piedra en piedra, poniendo en peligro la integridad de los amantes, y más aún en las épocas de grandes avenidas.
La bella barakaldesa tenía la buena y piadosa costumbre de subir todas las mañanas junto a la ermita y desde allí, dirigía su mirada al Santuario de Begoña, a la vez que de sus labios salía un susurro de plegaria destinada a la Virgen de Artagan.
El noviazgo se formalizó, pero la edad no era la apropiada para la celebración del matrimonio y debían esperar tal y como era el deseo de sus progenitores. Por ellos no hubiera habido problemas persona les, pero sí económicos, tema éste que debían solucionar los padres de los jóvenes enamorados.
Más tarde las malas lenguas sembraron la cizaña, y la envidia hizo acto de presencia poniendo en entre dicho a la joven de Santa Águeda. Celos que calaron en el corazón del mozo de Castrejana que herido en su orgullo, dudó de ser correspondido por su amada y sí engañado.
El guapo aldeano de Castrejana, triste y desesperado no lograba poner en orden su cerebro y daba vueltas y revueltas a todas aquellas dudas que manchaban la pureza de su novia. Ante todo este desorden moral decidió ausentarse y cuanto más lejos mejor, por ello decidió ir sin tardanza a combatir a la guerra, alistándose en las filas cristianas para así olvidar a su infiel amor.
Enterada la guapa barakaldesa de todo cuanto estaba ocurriendo, así como de la marcha de su novio a la guerra, salió corriendo de la casa de sus padres al atardecer. Pese a que la gran tormenta de agua y granizo que caía no fue obstáculo para ir en busca de su amado, el río bajaba muy crecido y no le fue posible vadearlo. Entre sollozos se arrodilló en el suelo sin darse cuenta de que su vida peligraba por la gran riada. Fue en ese momento cuando en la noche se hizo un claro que alumbró la silueta de un hombre misterioso de afilada barba y fino bigote, a la vez que susurraba: «Antes de que el gallo cante esta madrugada, puedo construir un puente a cambio de tu alma».
Era tanto el amor de la muchacha que no dudó en comprometer su palabra. Pero al ver que el puente se hacia realidad dudó de que la persona no era otra que el mismo Diablo. De sus temblorosos labios salió una plegaria para su amatxu de Begoña y, he aquí que, apenas terminada la oración, apareció un nuevo personaje con abundante y blanca barba, del que se dijo era San José. Con gran destreza -el Santo Varón- movió la vara para evitar que se colocara la última piedra que formaba el ojo del puente.
A falta de esa postrera piedra, el gallo empezó a cantar ¡Era el alba! En vista de la impotencia, el Diablo salió corriendo entre maldiciones, mientras que el Santo retiraba su vara y, la última piedra quedó encajada, con lo que el puente quedó terminado.
Desde ambas orillas, Maruja en Santa Águeda y Martín en Castrejana, vieron como el pequeño desfiladero se unía por medio del deseado puente y tras una breve vacilación corrieron para abrazarse precisamente allí donde San José trabó la vara de avellano.
La alegría fue inmensa y dicen que se juraron amor eterno junto a la ermita de Santa Águeda, mientras que sus miradas se perdían mirando a lo alto de Artagan, dando gracias a la Virgen de Begoña. Dicen que se casaron y fueron muy felices.