Festejaban aún los cristianos de Toledo la entrada victoriosa de Alfonso VI en la ciudad y vigilaban sus angostas calles patrullas de jinetes y soldados castellanos intentando evitar reyertas, cuando el joven y apuesto capitán leonés Rodrigo de Lara vio en un ajimez a una bellísima morita que miraba embelesada, sin cubrir su rostro, su esbelta figura y las cabriolas de su brioso caballo. Rodrigo quedó hechizado con su insinuante y dulce sonrisa y con la limpia mirada de sus rasgados y negros ojos, pasó dos veces más ante la casa, seguido de su escolta, y desde aquel día no dejó de rondar por aquella calleja con la esperanza de ver a la mocita agarena detrás de una baja celosía.
Zulema o Zahira (que así la han llamado quienes han soñado su nombre o han bebido en las antiguas crónicas) era hija de una hacendado musulmán que se afanaba en buscarle un rico marido. Vivía bajo su severa autoridad y poco sabía de la alegría y bullicio de las calles, ni de los aromas de rosas y jazmines que vendían los perfumistas en el zoco, pero la providencia había puesto a sus servicio una esclava cristianizada que le hablaba de Jesucristo y de la vida de Santa Casilda, y había brotado en su mente un vivo deseo de recibir el bautismo, tomando el nombre de la princesa de su raza que había abrazado la religión del Nazareno.
La fiel sirvienta, que conocía los anhelos de su joven ama, se hizo cómplice del caballero leonés y la reja de Zulema fue testigo de sus frecuentes y secretas visitas y del nacimiento de un romance lleno de ilusiones y de esperanzas.
Zulema habló a su enamorado de sus deseos de hacer cristiana, de llamarse Casilda y de tener a su lado a un hombre capaz de defenderla de la venganza que sufriría por su apostasía. Él le juró respetar su honra y casarse con ella y prepararon la fuga con la ayuda de la esclava. El padre de Zulema estaba ausente. Esperaron la noche, no había luna, las calles estaban desiertas y nadie acechaba desde las azoteas. Era el momento oportuno. Rodrigo aguardó en una esquina cercana. Embozado con su capa, subió a su amada a la grupa de su corcel y partieron a galope con ansias de llegar a la capilla de un castillo cercano, donde esperaba un sacerdote para bautizarla y celebrar las bodas. Al llegar al torreón de la cabeza del puente de Alcántara le dieron el alto los centinelas. El valiente leonés se presentó ante ellos como capitán de las mesnadas; se abrieron los portones a su paso y continuaron la marcha por el camino romano que los conduciría a su feliz destino.
Despuntaba ya el alba y cabalgaban confiados divisando a lo lejos las siluetas de la mezquita mayor y las torres del Alcázar, cuando salieron a su encuentro dos jinetes sarracenos que merodeaban por aquellos parajes. Al ver a una joven ataviada a la usanza musulmana, con pañuelo de fina seda en la cabeza, y los pies y manos alheñados con artísticos dibujos, montada a la grupa del caballo de un cristiano, pensaron que la llevaba cautiva y le increparon. El intrépido caballero no soportó la afrenta, clavó el acicate de su espuela en el flanco de uno de sus potros y trató de escapar emprendiendo una vertiginosa carrera perseguido por los agresores. Al llegar a la vaguada de la vertiente cercana al arroyo se precipitaron por los peñascales y al intentar cruzarlo cayeron a tierra. Los moros los alcanzaron y en la refriega uno de ellos dio un tajo mortal con su cimitarra en el esbelto cuello de Zulema.
La leyenda cuenta que el enamorado capitán no se amedrentó al ver malherida a su amada: sacó su lanza, mató al asesino y obligó a huir a su compañero. Al ver que Zulema tenía aún un soplo de vida se quitó el yelmo y la hizo cristiana con el agua del mismo arroyo, imponiéndole el nombre de Casilda, como ella había deseado. Después tomó su cuerpo inerte en sus brazos, lo puso sobre su corcel y continuó cabalgando...Al llegar frente a la torre de Hierro, que se alzaba próxima al embarcadero de la Virgen del Valle pidió socorro a los guardianes, atravesó el Tajo en la barca de pasaje que se hallaba en el lugar, y siguió la triste y lenta marcha para llevar a su amada a la iglesia mozárabe de San Lucas, donde recibió cristiana sepultura.
Pocos días más tarde tomaba el hábito de novicio en el monasterio cluniacense de San Servando un joven y apuesto caballero llamado Rodrigo de Lara, que no quería vivir en este mundo son tener a su lado a la mocita de sangre agarena que le había sonreído, un día, desde un ajimez de una casa musulmana; y dicen que el prior le concedía especial licencia para ir a rezar cada tarde a la orilla del arroyo donde había cerrado los ojos por última vez la mora-cristiana que quiso llevar el nombre de Santa Casilda.
Los Toledanos, celosos de sus tradiciones y de sus leyendas, no olvidaron esta bella historia de amor y se asegura que llamaban ya, desde tiempos inmemoriales, "Arroyo de la Degollada" al arroyuelo que baja al río Tajo desde los altos de la Legua y de la Sisla.