La Verdad del Señor… es que el hombre andaba remisote, con zurridero tripero. En su sesera mascaba los pasos que le quedaban para llegar a la Cañada de la Fuente, a la vera de La Mata de los Guardas, lindeando con el gran carrascal… donde unos días antes, había caído abatido un necesitado jornalero por disparos traicioneros, no marraron ni uno, todos lo hirieron cobardes y mortales en la espalda. Era el único sustento de una familia con varios hijos. Se cobraron con la vida… el robar algunas docenas de bellotas.
El hombre que era guarda, no atinaba con su ánimo habitual, a cada zancada se le achicaba. Percibió la extraña sensación, angustiosa, de tener una gran piedra en el respidadero que le producía sofocones. A más, llevaba la muerte de aquel pobre hombre de inquilina en su magín. Sus pensamientos eran rojos como las sangres de aquel desdichado hermano, que se escaparon de su cuerpo, inerme, en silenciosas torrenteras y vio a las tierras, eternamente ávidas, bebérselas. Para su desgracia, había sido testigo presencial del suceso. Para rematar no le quedo otra que, ayudar a transportar el cadáver a Torre de Juan Abad.
Acabada la revuelta que daba al apartaero de la mala muerte, con sorpresa, descubrió que en el mismo sitio donde había caído la víctima, se levantada una cruz de madera de roble, de estimable tamaño y hábilmente trabajada. El guarda pensó que lo de la cruz era idea de los familiares, pero que tenía que dar cuentas de ello al administrador del cortijo. Cómo que lo hizo nada más llegar a él. La ocurrencia le cayó atravesada al administrador que mando al guarda dejar sus obligaciones, salir a escape y quitar la cruz.
Mandato que cumplió el guarda no sin reparos y alguna que otra aprensión.
Considerado arrancó la cruz hincada en tierra y con suavidad la dejo oculta en una gran mata de chaparros.
Volvieron a pasar unos días y el guarda se vio obligado, viniendo de un mandao de la “Noria del Zapatero”, a cuestas con sus reveníos y sus mal dormires, a pasar de nuevo por el rincón del trágico acontecimiento. Al contado de aparecer por el roal, los ojos se le abrieron como platos… allí estaba de nuevo la cruz levantada, más tiesa que la carretera de Almedina. Se tuvo que el asunto iba de tabarreo de la familia del difunto, así que la volvió a sacar del hoyo y en esta ocasión la escondió algo más apartada. Aquí no dijo nada al administrador, no fuera cosa que se liara el tema.
Transcurrió una semana, la querencia y el oficio arregostaron por tercera vez al guarda a las lindes de las aguas de la fuente… y cuál no sería su tremendo desconcierto cuando contemplo la cruz que, nuevamente estaba enclavijá en su hoyo, erguida y amenazante.
Al guarda se le pusieron los pelos del cuerpo como púas, la función ya era preocupante, pero, maliciando más de cabezonás mortales que de intrigas divinas, decidió deshincar la cruz. Esta ocasión se la llevaría a lomos hasta el cortijo. A ver quien tenía lo que hay que tener para ir a buscarla allí, se las vería de uñas quien lo hiciera.
El hombre memoria cuenta que, el día era de aquellos remetíos en negruras: oscuros los pensamientos del guarda, oscuras las nubes, las tierras, oscuros los árboles.
Amenazaba temporal, el tronerío con sus candilazos asomaba por el cerro de San Cristóbal, hasta el viento gemía en negro.
A la par que empezó a arrastrar la obstinada cruz de roble, empezaron las nubes a soltar las lluvias: “Esto se cuenta y no se cree y p’a presente, nubá” iba pensando el guarda. La quisicosa tenía su cosa, porque empezó a saber que la cruz era más pesada de lo que parecía. Soportando las arrobas de la carga y el aguacero, las asauras del hombre terqueaban, seguía con la cruz a hombros… pero la cruz pesaba, pesaba, pesaba cada vez más y el guarda crucífero sentía como la riñoná crujía y se doblaba.
Las piernas perdían fuerza y sus pies apenas podían alzarse de las tierras encharcadas… y entonces el guarda creyó que su hora era llegada, doblo las rodillas y cayó a tierra, aplastado por el peso sobrenatural de la cruz que, le impedía rebullirse. Entró en una negra somnolencia llena de terrores y visiones, donde una y otra se le representaba el muerto, en una sangría interminable. Los ojos del finado le acusaban de complicidad con sus asesinos y asimismo culpable que los huérfanos que dejaba fueran inocentes víctimas de la miseria, sin padre que los protegiera las hambres se los comerían por los pies.
Cuando volvió a tomar el ramal de la realidad, estaba arrecío y empapado hasta los perdigones de la escopeta, pero el sentimiento de ahogo y aplastamiento había desaparecido, la cruz volvía a ser ligera. Se levantó preso de negros presagios y en medio de la lluvia, abandono la cruz y se dirigió al cortijo.
“¡Virgen María Santísima!” “¡Válgame Dios…Válgame Dios!” ¿Pero qué trazas me traes?, sí mismamente pareces un adanasco ¿Pero que t’ha pasao muchacho?” Así recibió la mujer al guarda, que no soltó palabra alguna. Encarrucho derecho hacia el cuarto y encobijao hasta el oteadero se metió en la cama, más p’allá que p’acá. Con unos temblores que daba lástima verlo.
La mujer, en viendo que aquello no era normal, el guarda tenía sus reveníos ariscotes y era un celemín despegao, pero eso de meterse en la cama antes que los gallinos y sin dar de mano a su pito de “mataquintos”… “¡cá!, tenemos busilis”. El guarda, bajo las mantas ni amago de cantearse, aunque fuera de suspiros. Con cara de resucitado, echaba los ojos a las cales de la pared del dormitorio, que era lo único blanco en aquella jodida tarde negra. Al verlo en tal estado de magantuzeria y que los vuelcos iban a peor, a la mujer le entraron los sustos de repente por todas las rinconás de su cuerpo. Se acercó solicita a la cama, preguntando una y otra vez la razón de aquel estado, que la llenaba de inquietud, el guarda más mudo y parao que conejo pillado en rastrojos.
Tanto fue el cansineo de la mujer en preguntar qué era aquella comisión, que el guarda reaccionó y le contó desde el principio la aventura de la cansina cruz que siempre regresaba misteriosamente a su lugar y de las muchísmas ansias sufridas en el intento de llevarla hasta el cortijo.
Sigue relatando el hombre memoria, que la guardesa era cortijera hasta el último pelo de su cuerpo. Mujer bien plantá, estaba más que licenciá y resabiá en soledades, silencios y en orages de malas encarnaduras, así que, los vacos en viéndola aparecer se apartaban de su camino y que ni el mismísimo rey de los lobos que apareciera la achantaba… así que después de haber escuchado a su marido con once orejas, le dijo que se dejase de gollerías y señoritingos, que se escamoneara. El sucedido estaba más claro que las aguas de la fuente de “Los Hilillos”… que eran deseos de Dios o de su Santa Madre, que para el caso daba igual, y querían que la cruz estuviera en el asiento, tendrían sus motivos, donde se colocó la primera vez, y ya que era su voluntad los dos irían a recoger la cruz donde el guarda la había abandonado y la colocarían de nuevo en su sitio, cumpliendo así la voluntad de Madre e Hijo, no fuera que…
Caminaron bajo la lluvia hasta dar con la cruz, que estaba en el mismo lugar donde la dejara el guarda. Contaron que en esa ocasión la cruz era liviana y llevadera. Marido y mujer plantaron la cruz y más calmos encararon la vuelta al cortijo. El guarda regresó a la cama a reponerse de tan extraña jornada y la guardesa en la cocinilla liada con el “caldo de recién parías” para su hombre, que bien se lo merecía.
Al día siguiente, más esclarecio y repuesto, decidió informar al sobrecogido administrador todo cuanto había sucedido con la enigmática cruz. A medida que el guarda lo ponía al corriente, al administrador se le revenían los colores de la cara y unas frías sudaeras le chorreaban por todo el cuerpo. Finiquitada la historia, el administrador, supersticioso hasta decir basta, ordenó y prohibió que desde ese mismo instante a la cruz ni ocurrencia de menearla y menos de tracamundearla. Es más, también desde ese cabal santiamén el guarda, entre sus funciones, sería el responsable que a la santa cruz no le sucediera mal alguno.
Desde aquel día el guarda sería fiel cancerbero, haciendo que las gentes que pasaban por el paraje respetaran y honraran la presencia de la santa cruz. No pasaría mucho tiempo para que “La Cañada de la Fuente”, fuera conocida por la, de la Cruz. Años más tarde cuando se abrió el pozo quiso la memoria popular que tomara el nombre de “Pozo de la Cruz”, aunque bajero, había quien remataba… “de la Cruz de Bernardino”.
La cruz permanecería de pie durante muchos años, hoy desaparecida, fue víctima de los temporales, las calores y, de la carcoma de los años.
Esta fábula tiene sus cimientos en unos hechos reales, la muerte del jornalero, y los elementos sobrenaturales posteriores. Tanto uno como otro fueron muy glosados en sus días.