Si el turista pregunta por Benigno, se le dará cumplida cuenta de todo lo que encierra San Pedro de Montes, y le llevará también a la parte oriental de la aldea donde se halla la ermita de la Santa Cruz, reedificada en el siglo XVIII sobre unas ruinas visigóticas. Una ventana con columnitas, arcos, cancel y cruz con el alfa y la omega, pregonan el visigótico de la más pura factura. Piedras coetáneas de San Fructuoso, el fundador del eremitorio.
Desde la ermita se contempla el abismo, y allá abajo se abre la boca de una cueva legendaria. Es la cueva del totem de la serpiente, que queda tallada en lo alto del retablo de la ermita, donde se aprecia el ojo del legendario cuélebre.
Es el culebro del castro de La Rupiana, que dice su leyenda moraba en esta covachona, y cuya cola aun quedaba metida en la cueva cuando su cabezota subía hasta las proximidades de la ermita y se zampaba los hombres y los ganados. Así era de grande la horrenda y temerosa sierpe de La Rupiana.
San Fructuoso libró para siempre a sus monjes y a las gentes de este demonio de La Rupiana. Se arregló para ello emborrachando a la sierpe con un gran pan de harina de castañas, amasado con jugo de tejo y de apio, hasta dormirla. Luego ya le fue sencillo meterle por un ojo, el que se aprecia en el retablo de la ermita, un gran madero de castaño aguzado y requemado en el fuego, hasta abrasarle el cerebro.
Los espantosos silbidos de la sierpe eran tan fuertes y estridentes que se oían en Compludo, y de allá se llegaron los monjes del anterior monasterio fructuosiano a defender a Fructuoso.
Entonces tramaron la conjura de robar "piadosamente" el abad y volvérselo a Compludo. Y así lo hicieron, porque armados de palos y horcas se llegaron de noche a San Pedro de Montes y se llevaron nuevamente a San Fructuoso a su Compludo y a su Ferrería.