La Isla Cabrera, que posee uno de los estuarios más singulares del Mediterráneo, tiene una historia muy antigua. En ella nació casualmente Aníbal, el caudillo cartaginés, tres siglos antes de Cristo, y en el siglo VI, un convento de frailes disolutos que tenía allí su sede mereció las invectivas del papa san Gregorio Magno. A principios del siglo XIX fue utilizada como campo de concentración para diez mil prisioneros franceses, abandonados a su suerte durante cinco años, de los que apenas tres mil lograron sobrevivir tras haber sufrido las más espantosas experiencias de hambre y necesidad.
Sin embargo, un solo fantasma recorre Cabrera, y por las noches se pasea lentamente por los pinares, las playas y el borde de los acantilados. Al parecer, es de Johannes Bochler, un piloto alemán que cayó con su aparato sobre la isla y que, en abril de 1944, fue sepultado en el pequeñísimo cementerio que se alza unos metros más arriba de la vieja torre fortaleza medieval.
En la diminuta extensión del cementerio hay solamente dos tumbas. En una fue enterrado el cuerpo del piloto alemán y la otra sirvió de sepultura al cadáver de un ahogado desconocido que las olas depositaron en la orilla del estuario. La guerra mundial impisió que los familiares de Johannes Bochler se hiciesen cargo de sus restos, y solamente cuando terminó el conflicto fue su cadáver trasladado a Alemania. Y precisamente a partir de entonces la figura evanescente y lechosa de un hombre vestido con guerrera y casco de aviador empezó a vagar por la isla, sobresaltando los guardias nocturnas de los soldados de la guarnición.
Para explicar la aparición del fantasma, se dice que hubo un error en el traslado de los restos del piloto, y que en realidad fueron llevados Alemania los del naúfrago desconocido. Por eso, sin encontrar reposo en su tierra natal, condenado a permanecer en un lugar extraño a su espíritu, el fantasma de Johannes Bochler recorre, desconcertado, las asperezas de la pequeña isla balear.