La palabra vasca “akelarre” (prado del macho cabrío) ha sido adoptada por otros idiomas para designar el lugar de reunión de brujas y brujos.
En Euskal Herria existen varios lugares designados con este nombre; pero, sin lugar a dudas, el más famoso de todos es el Akelarre de Zugarramurdi, en Nafarroa, que se encuentra delante de la entrada de una cueva llamada Akelarren‐lezea, donde, según creencia popular, se reunían los brujos para adorar al diablo en figura de aker, a quien adoraban en las noches de los lunes, miércoles y viernes. Los reunidos bailaban y ofrendaban al diablo panes, huevos y dinero.
En realidad, aquellos “brujos” eran personas que continuaban venerando las antiguas creencias de los vascones y trataban de mantener vivos vieios ritos y costumbres.
Cerca de Zugarramurdi, en el norte de Nafarroa, vivían dos hermanos. El mayor, Matías, había heredado el caserío, las tierras y los animales. El menor, Peruko, sólo poseía lo que llevaba puesto.
Muchas veces pidió Peruko a su hermano que le ayudase a establecerse por su cuenta, pero Matías no le hacía ni caso. Mientras no tuviera adonde ir, el joven seguiría trabajando gratis para él.
Un día, Peruko decidió que más valía salir en busca de fortuna que seguir siendo el criado de su hermano, y se marchó del caserío. Al llegar la noche sintió sueño y se metió debajo de un puente, acomodándose lo mejor que pudo y quedándose dormido.
No habían pasado ni dos horas cuando un ruido de voces lo despertó; tardó un poco en darse cuenta de dónde se hallaba, y luego se puso a escuchar. Las voces provenían de la parte superior del puente. Se asomó sin hacer ruido y se quedó muy sorprendido al ver a tres extrañas mujeres saltando y riendo como locas mientras decían:
—Porla se, zalpate, funte fa, funte fi, txiri, biri, ekatzu, ekatzu, amen.
Repitieron estas palabras varias veces, y finalmente pararon de saltar.
—¡Ah! Mari Kattalin, ¡qué bien lo hemos pasado! —dijo la más joven.
—¡Y que lo digas, Mari Petronil! —dijo a su vez la más vieja—, ¡Ha sido un aquelarre precioso!
Y se echaron a reír. Peruko comprendió que aquellas mujeres eran brujas que regresaban de una asamblea. Quieto como una estatua, siguió escuchando.
—¿Sabes, Mari Fermina? —preguntó la más vieja—. La dueña de la casa Dirumaíndire‐pertzerik‐gabea está enferma. Ni médicos ni curanderos ni barberos encuentran remedio para su enfermedad.
—¡No me digas, Mari Kattalin! —respondió la que no era la más vieja ni la más joven—. ¿Y sabes tú el remedio?
—¡Claro que lo sé! —respondió la más vieja—. Se curará cuando le den un pedazo de pan bendito que tiene en la boca un sapo que está escondido bajo la piedra de la puerta de la iglesia.
Y entre gritos y risas, las tres brujas prosiguieron su camino.
Peruko salió rápidamente de debajo del puente, fue a la iglesia, levantó la piedra, cogió el sapo, le quitó el pan bendito de la boca, se lo dio a la enferma y ésta se curó. El marido recompensó al joven y éste pudo comprarse un caserío, tierras y ganado mejores que los de su hermano.
Ante la súbita riqueza de su hermano, Matías le preguntó cómo lo había conseguido y Peruko se lo contó.
El ambicioso hermano mayor quería tener más aún de lo que ya poseía, y decidió ir a escuchar a las brujas un viernes a medianoche. Fue al puente, se escondió debajo y esperó.
No tardaron en aparecer las tres mujeres diciendo:
—Ez garela, bai garela, hamalau mila hemen garela (Que no somos, que sí somos, catorce mil aquí estamos).
Pero esta vez no saltaban ni se reían.
—¡Mari Petronil!
—¿Sí, Mari Kattalin?
—¡Mari Fermina!
—¿Sí, Mari Kattalin?
—El otro día nos oyeron, y hoy también nos están escuchando —dijo la más vieja.
Las tres se pusieron a buscar, encontraron a Matías debajo del puente y le dieron una paliza de la que tardó mucho tiempo en recuperarse.