El relato del abad Birila, aunque bajo otros nombres, se encuentra muy extendido por toda Europa. Existe una leyenda parecida situada en el monasterio de Alflinghem, en Bélgica, en la abadía de Sainte‐Magloire de París, también en Inglaterra, en Alemania, Suecia y Chequia. Se trata, por tanto, de una narración muy popular, que data de la Edad Media.
Sin embargo, es en Leire en donde se encuentran los vestigios arqueológicos más antiguos (siglo XII): un bajorrelieve en que se halla esculpido el santo, una lápida con el báculo del abad y unos pajarillos sobre él. Los mismos pajarillos están esculpidos en los capiteles de una parroquia de Yesa. Puede que fueran los propios monjes quienes difundieran la leyenda por los otros monasterios.
Lo que sí es cierto es que el abad Birila existió en el siglo X, y que fue abad de Leire.
A comienzos del siglo X don Birila era el abad del monasterio navarro de Leire. Ya viejo y cercano a su fin, durante unas oraciones en la capilla se quedó pensativo leyendo el salmo Mil años en tu gloria son como el día de ayer que ya pasó.
—¿Qué es la eternidad? —se preguntó—. ¿Cómo podemos siquiera imaginarnos lo que es una eternidad alabando a Dios?
Continuaba ensimismado en sus pensamientos cuando escuchó el canto de un ruiseñor. Era su canto tan hermoso que don Birila olvidó su preocupación acerca de la eternidad y salió del monasterio siguiendo al pajarillo, que había echado a volar. Anduvo y anduvo, adentrándose en un bosque cercano al monasterio. La pequeña ave seguía cantando y se posó en la rama de un árbol al lado de una fuente. El abad se sentó en la fuente y escuchó, embelesado, el trino del ave durante unos instantes. Cuando decidió regresar, se encontró rodeado de una espesa vegetación.
—¡Qué extraño! —pensó al emprender el camino de vuelta al monasterio—. No recuerdo que hubiera tantos árboles cuando he llegado...
Todo parecía cambiado, y su sorpresa llegó al límite al ver un hermoso edificio allí donde se encontraba su pequeño monasterio. Al llegar al portalón golpeó la aldaba, y le abrió un monje desconocido para él.
—¿Qué deseas, hermano? —le preguntó el monje.
Ante el silencio y el gesto sorprendido del recién llegado, el monje, algo desconcertado, continuó:
—Pasa, pasa. ¿Vienes de muy lejos?
—Yo soy el abad de este monasterio —respondió don Birila.
El monje portero pensó que el pobre anciano se había vuelto loco.
—Estás equivocado, hermano. Nuestro abad es don Domingo.
—No, no —insistió don Birila—. Soy yo. Me llamo Birila y no entiendo lo que está ocurriendo aquí.
El monje lo dejó sentado en un banco del jardín y fue en busca del abad.
—En el jardín hay un hombre que dice que es el abad y que se llama Birila —le explicó.
Los monjes se habían reunido y comentaban el extraño suceso. Juntos fueron al archivo del monasterio, buscaron entre los documentos y, finalmente, encontraron el nombre de don Birila. ¡El abad había desaparecido una mañana..., ¡trescientos años atrás!
El anciano abad les relató lo ocurrido y, para confirmar sus palabras, un ruiseñor voló por encima de sus cabezas. Llevaba un anillo en el pico y lo colocó en el dedo de don Birila. Después, se oyó una voz.
—La eternidad en presencia de Dios —dijo— es un suspiro comparado con el tiempo que dura el canto de un ruiseñor.